13 09 2008
Eleútheros
[…] eso a lo que se suele aludir con términos como “democracia” o “autogestión”, el gobierno del pueblo por el pueblo, por las asambleas de hombres libres e iguales, no es un invento de los griegos, sino algo común a casi todas las sociedades llamadas primitivas en todas partes de la tierra.
Lo original, lo singular de Grecia es más bien que esas antiquísimas instituciones tribales pudieran resurgir o reconstituirse y, en muchos lugares, recobrar hasta cierto punto el poder precisamente en las ciudades, es decir, en unas sociedades ya relativamente modernas, urbanas, con un gran desarrollo del comercio, de la navegación y de las industrias manufactureras. A eso contribuía sobremanera la misma naturaleza esencialmente guerrera de las ciudades griegas; la guerra fue, como escribió Marx, “la gran empresa general, el gran trabajo comunitario” de las sociedades antiguas. La fuerza militar de cada ciudad dependía del fervor con que el grueso de los ciudadanos se batía por la causa común y, por tanto, de la mayor o menor participación que en cada caso tuvieran en los asuntos públicos. La expansión imperial de Atenas era indisociable del ascenso de la democracia, del creciente poder de los ciudadanos de a pie cuyos brazos movían los trirremes de su armada. Por otra parte, las guerras victoriosas aportaban esclavos (era uso corriente esclavizar a los vencidos, aun cuando eran otros griegos); y como es bien sabido, la libertad y la igualdad de los ciudadanos nativos de Atenas y de otras ciudades se pagaba con el trabajo de los esclavos forasteros, a medida que iba sustituyendo ventajosamente a la explotación de los propios paisanos pobres como fuente de riqueza y fundamento de la economía. La noción misma de libertad, la condición del eleútheros, del hombre libre, se definía por oposición a su siniestro revés que era la esclavitud; lo cual debería ya de por sí disuadirnos de toda valoración demasiado idealizadora de la supuesta “invención” de la libertad por los griegos.
Luís Andrés Bredlow (SFP-UB)
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13 09 2008
YO NO ERA MÁS QUE AQUELLO QUE TÚ…
A.M.B.
Yo no era más que aquello que tú
con la mano acariciabas,
allí donde en noche de pavor,
cerrada, la frente reclinabas.
Yo no era más que aquello que tú
distinguías allá, abajo:
primero, solamente imagen vaga,
mucho después, también los rasgos.
Tú fuiste quien, ardiendo,
creaste en un susurro
las conchas de mi oído,
el diestro y el siniestro.
Tú quien, meciendo la cortina
en el mojado cuenco de la boca,
me plantaste la voz
que te llamaba a gritos.
Yo estaba ciego, simplemente.
Y tú, escondida, brotando,
me obsequiabas el don de ver.
Así es como se deja rastro.
Así es como se engendran mundos.
Así, a menudo, tras crearlos,
los dejan dando vueltas
los dones dilapidando.
Así, ora al fuego lanzado,
ora al frío, ya a la luz, ya a lo oscuro,
perdido en la creación del mundo,
el globo va girando.
Joseph Brodsky, 1981
De «No vendrá el diluvio tras nosotros» (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
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